Presentación de la novela de Vicente Puchol donde participa Mercedes Puchol

Presentación de la novela Vivir para la muerte

El 12 de enero de 2017, en la Librería Ramon Llull de Valencia, tuvo lugar la presentación de la novela de Vicente Puchol, Vivir para la muerte. Participaron en la misma: Claudia Simón, Ángeles Casabó, y Mercedes Puchol. Enfocaron la novela, respectivamente, desde el punto de vista de la biografía de Vicente Puchol y sus relaciones con escritores valencianos, Juan Gil-Albert y César Simón especialmente; desde sus implicaciones y base jurídicas, para terminar con un análisis de la novela desde un enfoque literario y Psicoanalítico. Insistieron en la trascendencia del tema fundamental de Vivir para la muerte, el nazismo, y en la necesidad de que la novela se lea y se conozca el horror de una época que no debería repetirse nunca más.

Vivir para la muerte Vicente Puchol Teresa Garbí

Esta es la intención de Vicente Puchol al escribir este libro: dejar patente la necesidad de que la ética guíe a la literatura:

«La ética es la columna vertebral de la obra de arte. Sin ella, el lector no puede asentir a lo que exprese el autor, a menos que el autor se distancie de lo que escribe o tácitamente muestre su disconformidad».

Es necesario leer novelas como Vivir para la muerterara avis en el panorama literario español, para no caer en la tolerancia hacia posturas xenófobas y ultranacionalistas. Porque como dijo Hannah Arendt:

«Lo más grave en el caso Eichmann era precisamente que hubo muchos hombres como él, y que estos hombres no fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terroríficamente normales».

Presentación de la novela Vivir para la muerte de Vicente Puchol en la librería Ramón Llull

Manuel Chaves Nogales regresa a España

En menos de cinco años, una nación civilizada, España, regresó a la barbarie primitiva. La cultura, acumulada durante siglos, fue barrida por las ametralladoras, y muchos festejaron la abolición de la libertad de pensamiento, bebiendo un vino salvaje.

Chaves Nogales regresa a España

Manuel Chaves, un periodista de renombre, liberal ante todo, fue hostilizado por su equilibrio, desde 1936, en que comenzó la guerra civil y, por fin, amenazado de muerte por todas las fuerzas desatadas de cualquier signo, que le obligaron, en 1937, a huir a Inglaterra, donde no fue acogido según su condición, y malvivió los años que le quedaron hasta su muerte. En estos años postreros, arrastró una vida errante y desubicada por el extravío de su país, viendo con horror al rencor y la ira anegarlo todo. La vida en común de los españoles había involucionado, arrasando la civilización y disciplinando los odios, que se corporeizaron en unas fuerzas guerreras, sedientas de exterminio, y afanadas, en una y otra parte, por crear un orden frío, que lo dominase todo.

En esta involución de su país, vio tambalearse la naturaleza humana, y a la humanidad mirar hacia otro lado, pues la tragedia de España no atañía a ningún país. A estos, sobre todo, a los europeos, se les había apoderado  una fiebre colonizadora, lanzándose al continente africano a acumular no solo riquezas materiales, sino también capital humano entre los desnudos africanos, convirtiéndolos en moneda de cambio.

¿Qué podía hacer él por su país? ¿Cómo contener la atroz ambición de los países colonizadores? ¿La civilización había fracasado? ¿Soy yo un hombre equivocado?, se dijo.

Tales eran las reflexiones de Manuel Chaves durante los años de su exilio.

Setenta años después de su muerte, Manuel Chaves regresó a España. Un hecho inexplicable para historiadores y científicos. Todos los habitantes de la piel de toro, cuando huyó de ella, estaban naturalmente muertos, y tampoco existía entre sus sucesores ninguna memoria histórica de él.

Al principio, la vertebración del país en una red de trenes de alta velocidad, le hizo olvidar, por un momento, la España invertebrada de Ortega y Gasset. Pero a medida que recorría el país, se le hicieron confusas las nuevas construcciones para las ciencias, las artes y  la investigación, pues España, en cuanto a educación, estaba a la cola de los países europeos. Se informó que existían aeropuertos vacíos de aviones y pasajeros, pero lanzados al futuro. Que se habían ensanchado las aceras para rebajar los índices de paro. Que de los estudios medios se habían suprimido las humanidades y la filosofía, con un afán renovador que España nunca tuvo.

En una importante exposición de arquitectura y artes plásticas, se celebraba su éxito, y a la mesa principal, donde banqueteaban las autoridades y los próceres, se acercó un caballero jubiloso, con los brazos en alto, diciendo eufórico a los comensales: “¡Estoy imputado!” Todos lo acogieron alborozados, haciéndole un sitio entre ellos. En un debate público, vio a dos líderes políticos, injuriarse, calumniarse, e insultarse, y aparecer, días después, dándose la mano ante los medios de comunicación.

También se informó que España había quedado limpia de delincuentes habituales, porque habían surgido organizaciones criminales de entre políticos de diferentes partidos, y altos dirigentes de entidades privadas. El virus de la corrupción se había extendido por toda España, sin dejar inmune a ninguna comunidad.

Manuel Chaves despertó con el corazón palpitante, pero, poco a poco, se calmó de su angustiosa pesadilla.

 

Vicente Puchol
Valencia, enero 2016

Cinco (sobre el doncel de Sigüenza)

Cuando Teresa Garbí visitó la escultura yacente del Doncel de Sigüenza, un relámpago de conocimiento la trasladó a la creación del mundo y al pasmo de nuestras existencias.

Doncel de Siguenza

Recorriendo el pueblo de Sigüenza, iglesias, casonas, y palacios decrépitos, vio cómo las lluvias y los vientos habían carcomido las nobles piedras de su arquitectura, y su mirada se filtró, como el agua, en las piedras, y recorrió los oscuros canales de la materia, columbrando el estallido original del cosmos y la paradójica reciprocidad del caos generador del orden y este de aquel.

Su meditación sobre la mirada de los ojos de piedra del doncel le hizo descubrir su asombro de la maravilla de la sonrisa  estética del mundo, y el pensamiento del hombre.

Teresa atrae los rayos que caen del cielo sobre las cabezas de los caballeros peregrinos del ser, los filósofos andantes. Nadie diría que una escultura del medioevo pudiera retener tanta belleza acumulada del pasado. El doncel, en el libro que tiene entre las manos, la lee y nos la lee a nosotros.

Teresa es una inquieta viajera, investigadora del pasado y del presente, acuciada por el olvido que camina tras los hombres, es una mente en continuo temblor por el flujo del tiempo  que todo lo transforma y disipa, mientras como en el tren relatado en Sakkara, vacío de pasajeros y repleto de simbolismos, circula desenfrenado, destinado a fundirse en esa nieve que todo lo nivela.

Vicente Puchol

Las Manos de Valery Gergiev

En el escenario aguarda la orquesta, apagada, en silencio. Una penumbra se extiende sobre ella, como si hubiese quedado abandonada. En el auditorio, cunde el silencio y, a medida que transcurre el tiempo, se hace más denso. Durante un lapso breve, parece que se ha paralizado la vida, y el mecanismo del tiempo se hubiese roto. La espera, aguardando al director de la orquesta, aprisiona a los espectadores, les impide hablar entre sí, con la mirada puesta en el escenario penumbroso. Una inmovilidad parece haberse apoderado de todo, de los músicos, de los asistentes, de los acomodadores, quietos como estatuas.

LAS MANOS DE VALERY GERGIEV por Vicente Puchol

Guillermo Martínez siente un suave malestar que le induce a desabrocharse el botón de la camisa, a pesar del nudo de la corbata.  Mientras aguarda, como el resto del público, la aparición de Valery Gergiev, el director de orquesta, tiene la impresión de que, en su lugar, va a aparecer otra persona, disculpándose en su nombre. La tardanza en salir a escena de Valery Gergiev le hubiera resultado por completo inexplicable, si no hubiese apreciado que el silencio se hacía más denso y profundo.

Por fin, surge Valery Gergiev. No es alto, tiene un fino bigote, y sortea a los músicos, hasta colocarse frente a ellos. No hay pódium, ni el director lleva batuta. Ante los aplausos del público se vuelve y hace una ligera inclinación de cabeza. Luego, a pesar de que los aplausos no disminuyen, se gira hacia la orquesta y  recorre con la mirada a los músicos, mientras oye los aplausos con indiferencia. Luego, baja los brazos, entrelaza las manos e inclina la cabeza, esperando que, de nuevo, se haga el silencio que penetra al salir a escena. El público parece comprenderlo, porque el silencio, en poco tiempo, recobra su pasada intensidad. Valery Gergiev parece más que escucharlo, medirlo. Y Guillermo Martínez se abrocha el botón de la camisa y se endereza la corbata, por respeto, a pesar de que Gergiev no lleva, si siquiera un lazo. Un silencio pesado, como un bloque de piedra se encaja en el auditorio.

Entonces, Valery Gergiev abre los brazos y muestra las palmas de las manos, destinadas a gobernar la orquesta. A Guilermo Martínez le parece que el público contiene la respiración. Y, de repente, el director extiende el brazo derecho con los dedos de la mano separados y, con uno de ellos, señala a las trompas, que inician la sinfonía pausadamente. Inmediatamente, el pulgar y el índice apuntan a los instrumentos de madera, que replican a las trompas, modificando su melodía, y la mano izquierda vuela sobre los violines, las violas, los chelos, los contrabajos, elevando su tono con bruscos movimientos de la mano, mientras la derecha repasa toda la zona de madera, y los fagotes, clarinetes, oboes, cada uno por su lado, entonan un canto que se entrelaza y sube de tono, hasta caer bruscamente, ante un ataque de toda la cuerda. Ahora, las manos de Valery Gergiev vuelan de un lado a otro, con los dedos separados y tensos, apuntando sin cesar los diversos instrumentos. Guillermo Martínez sigue hipnotizado con el vuelo de las manos de Valery Gergiev. Le recuerdan las que pintaba El Greco, a punto de iniciar el vuelo. Ahora, vuelan sobre toda la orquesta, deteniéndose momentáneamente, y remontando su vuelo incesante, de un lado para otro, mientras los dedos apuntan sin descanso los instrumentos. Percibe que los dedos meñiques casi siempre se dirigen a los contrabajos, y los índices al metal, pero tiene que rectificar: ahora son los corazones los que se enfrentaban al metal, y los anulares a la madera. De pronto, Valery Gergiev se enfrenta al primer chelo, y una especie de mondadientes surge de entre sus dedos y se clava en la panza del chelo, mientras el chelista se esfuerza en tocar, solitario, una melodía que aspira a lo  más alto, en vano, pues es un clarinete quien usurpa su ascensión, elevando sus notas, cada vez más delgadas y suaves, como si quisiese remontarse al mismísimo cielo. Son las manos del director las que interrumpen su aspiración, aproximándose, hasta apagar las notas del clarinete. De pronto, los brazos del director comienzan una rotación incesante, impulsando a toda la orquesta en un crescendo atronador, y las manos rotan, incitantes, vigilando los instrumentos que se entregan a una orgía creciente, exasperante, dentro del estallido de la orquesta, hasta que las cuerdas de los violines estan a punto de saltar, y los carrillos de los músicos de explotar. Velerty Gergiev se detiene en seco, y la orquesta enmudece, como si hubiese sido derrotada.

Vicente Puchol

«Leonardo da Vinci: obstinado rigor» de Teresa Garbí

EL Leonardo de Teresa Garbí está escrito en una prosa susurrante, como si el lector soñara lo que lee. Es una prosa revestida de múltiples matices que reflejan la diversidad de la naturaleza.

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En su Leonardo, Teresa trae a este mundo su espíritu, que vivió el momento más espléndido del Renacimiento. Vino a encarnarse en un robusto campesino de La Toscana, que durante la infancia y la adolescencia, caminó por una naturaleza florecida en una diversidad de colores, perfiles, aromas, aguas, aires, ríos, montañas, praderas, que el joven espíritu de Leonardo absorbió deslumbrado en su alma, y penetró en su interior, en su misteriosa urdimbre, desplegada como un inmenso tapiz. Llegado a la época adulta, el paraíso que había deslumbrado sus ojos, le tentó a concertarse con él, y a entregar a la humanidad la belleza creada por su propio espíritu. Son días de gloria, en que vivir era gozar de la belleza y crearla.

Pero en la naturaleza estaba el mundo sombrío de los hombres que no eran como él, ni tenían la capacidad de admirarse y contentarse con la naturaleza, sino de construir imperios, cada vez más amplios, que se impusieran a otros. La Italia del Quattrocento estaba dividida en multitud de pequeños reinos que competían entre sí, doblemente: en belleza —inaudito en la historia— y en el dominio de unos sobre otros. Leonardo vio en el rostro de César Borja las dos caras de la vida, pero por una inexplicable desgracia, abatida sobre él, de artista de todas las artes, devino en un ingeniero militar al servicio de los duques de Milán: los Sforza, construyendo para ellos los ingenios más variados destinados a la guerra, la más cruel de las acciones humanas. La prosa de Teresa Garbí se detiene respetuosamente en el sufrimiento de su caída, semejante a la de un ángel del cielo en un demonio de la invención. Teresa Garbí nos refiere el dolor de vivir de Leonardo, cuya profundidad es inimaginable, porque ella lo silencia, protegiendo maternalmente su dolor. Y ahora, comprendemos la complexión maternal de su prosa. Teresa no solo nos hace soñar lo que escribe sino que nos envuelve en un manto protector, como la bóveda azul que rodea y protege el planeta donde viven los hombres.

Asumida la vida, en sus dos vertientes: la paradisíaca de la belleza y el arte, y la cainita de la guerra y del dominio de los hombres entre sí, Teresa abre su narración a la trágica transformación de la vida: de amor y fraternidad, en odio y egoísmo. Leonardo carga, como un nazareno, con el martirio de la belleza doblegada por la crueldad. Pero en esta incertidumbre del vivir, Leonardo encuentra espacios donde su talento, desplegado en los ingenios militares, escudriña el interior de la naturaleza y penetra en ella de manera hasta entonces desconocida, identificándose con las ondas, las voces, los aires que subyacen en la vida natural de los hombres y descubre esa sfumata, que constituye la mayor originalidad de su arte, y da pie a sus obras más gloriosas: la fusión, no solo de la luz y la oscuridad, sino de todas las fuerzas de la vida.

Teresa Garbí, con su prosa ensoñada, nos muestra el espíritu de Leonardo, con una visión grandiosa. Se puede decir que en la evolución biológica del hombre, se ha llegado a una cima, a partir de la cual, se divisa una esperanza increíble. Pero Leonardo no es una meta sino un horizonte, ante el que la filosofía seguirá especulando sobre la posibilidad de transcenderlo.

Vicente Puchol
Valencia, mayo de 2014

En la muerte del poeta José Luis Parra

Uno de los primeros libros de José Luis Parra, lo tituló “Desde el otro lado de la cumbre.” El poeta tendió la mirada al mundo, desde ese otro lado, y su horror se la hizo volver a girar a este lado de la cumbre, donde los hombres creen vivir en la luz del día, cuando la mitad de su mundo es oscuro, y solo los poetas entienden el lenguaje de la noche. Y en este lado de la cumbre, se miró a sí mismo y se vio a la intemperie, sin nada a donde agarrarse para soportar el sinsentido de la existencia. Y vio circular la vida a su alrededor turbia y veloz. Entonces, viendo que sabía interpretar el lenguaje de la noche, se puso a escribir poesía, una poesía de una tremenda hondura trágica, y también irónica, después de probar todos los vinos de la vida.

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Yo tuve ocasión de beber con él muchos de esos vinos y, como tenía una gran cultura y una memoria prodigiosas, era un placer verlo resucitar autores olvidados y libros leídos en tiempos lejanos, mientras oíamos afuera el ruido del mundo, y nos reíamos de él, ayudados por el vino, desde luego, como todos los lectores de Rabelais y de su héroe Pantagruael.

Carecía de ambición y vanidad porque sabía cómo ennegrecen el mundo, y su vida no tuvo fortuna, ni siquiera lecho propio donde acostarse para morir.

Sus índoles y cualidades se combinaron de tal modo, que Shakespeare podría haber dicho de él: Que se levante la naturaleza y le diga al mundo entero: Este fue un hombre.

 

Vicente Puchol